Muchas gracias
Pido excusas por usar esta columna para referirme a una materia que desborda la regulación financiera, tradicional tópico de estas...
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Alberto Etchegaray
Pido excusas por usar esta columna para referirme a una materia que desborda la regulación financiera, tradicional tópico de estas líneas. Ocurre que, como católico, me resulta difícil referirme a cualquier otro asunto que no sea justamente el crítico momento por el que atraviesa la Iglesia Católica.
Porque no se puede llamar de otra manera que crisis la enorme afectación en la credibilidad de la Iglesia Católica. Crisis que, sospecho, tiene todavía fronteras no completamente definidas.
En mi personal ámbito de acción al menos, el debate acerca de la credibilidad y legitimidad de la Iglesia ha estado fuertemente presente. Sin importar si estoy con amigos católicos o agnósticos, o si son apoderados del colegio de mis hijos, clientes de la oficina o amigos de la pichanga; para nadie es indiferente lo que está ocurriendo. Y es razonable que no nos resulte indiferente porque la Iglesia Católica, para bien o para mal, ha jugado un rol institucional muy relevante en la historia de Chile.
Confieso además que todo este episodio lo he vivido desde una perspectiva personal. Es que tengo buena amistad con uno de los cuatro denunciantes. Como lo conozco y aprecio, no tuve siquiera que discernir acerca de si era verídica su declaración sobre los abusos de poder y de los otros a los que se vio sometido.
No revelo ninguna confidencia si comparto lo difícil que les resultó hacer pública la denuncia. Y no es que fueran ingenuos respecto del costo personal que ello implicaría. Sabían que, por el solo hecho de exponer abusos de alguien que contaba con un importante respaldo en la elite santiaguina, enfrentarían una razonable dosis de duda y descrédito. Pero lo que no se esperaban enfrentar fueron las descalificaciones de varios líderes de opinión, incluidos alcaldes y parlamentarios.
De manera que no sólo había que ser muy valiente para hacer la denuncia inicial, sino que se requería además mucho coraje moral para mantenerlas en el tiempo. Y coraje les ha sobrado.
Hoy, meses después de la denuncia inicial, los hechos se han ido concadenando hasta lograr no sólo una indubitada condena por parte del Vaticano, sino incluso para nombrar una ministro en visita que investigue todas la eventuales responsabilidades penales involucradas.
Y yo les agradezco. Ocurre que hace unos días me llegó una comunicación desde el colegio de uno de mis hijos. Indicaba el nuevo protocolo que se adoptaba para prevenir los potenciales abusos sexuales al interior de sus dependencias. Incluía una serie de obligaciones bien concretas para los profesores, auxiliares y administrativos del colegio, junto con establecer procedimientos de denuncia bien claros en caso de sospechas de conducta indebidas de éstos. Me dio una tremenda tranquilidad saber que el colegio estaba enfrentando con gran responsabilidad potenciales situaciones de abuso. Y mientras leía el protocolo me acordé que esos procedimientos habían nacido no solo por la visionaria percepción de un director, sino que como reacción a una nueva realidad que nos afecta a todos.
Agradecí que mis hijos estuvieran más protegidos. Y sé que eso se lo debo a los cuatro valientes. Gracias, muchas gracias.